La calle de los artistas.

Después de dormir la siesta, Andrea siempre se bajaba a la calle.


Estaba de vacaciones en un pueblo no muy pequeño de la orilla del Mediterráneo. Era un pueblo que no estaba mal porque todavía no lo habían llenado de rascacielos, aunque ya no era un pueblecito pequeño de pescadores, como lo era cuando los padres de Andrea y Andrés empezaron a pasar allí los veranos.

Andrea y Andrés pasaban toda la mañana en la playa haciendo castillos de arena, aprendiendo a nadar y jugando con las olas. Después de comer, su padre les obligaba a dormir la siesta porque decía que el agua cansaba muchísimo. Por la tarde, lo primero que Andrea hacía era bajarse: Se lavaba la cara (los dientes se los lavaba siempre después de comer), se ponía guapa y se iba a pasear por la calle de los artistas.

La calle de los artistas era una calle empedrada por la que no podían pasar coches. A eso de las seis de la tarde, empezaban a montar sus quioscos la gente que vive de vender las cosas que sabe hacer, eso, los artistas, a los que muchos (casi todos) llaman los “hippys”(1).

(1) Es una palabra inglesa que se pronuncia “gipi” y que hace referencia a un movimiento de los años sesenta. Hoy, más o menos, se definiría como “pasota”.

Andrea tenía ya cinco amigos artistas, que era a los primeros a los que iba a ver cada tarde.

Uno era el pintor, el primero al que conoció. Una vez le hizo una caricatura(2) en la que se parecía a Celia Cruz(3) y desde entonces, todos los días le hacía un dibujo. En unos parecía gorda, en otros delgada, unas veces con más mofletes que Louis Armstrong(4), otras con trenzas, unas veces birola y otras con la lengua fuera, pero siempre era ella misma. A Andrea le encantaban y Jimmy, que así se llamaba el pintor que era extranjero, se los hacía en un momento. Se los hacía tan deprisa que algunas veces, cuando Andrea llegaba a verle ya se lo había terminado. Cada uno era más divertido que el anterior.

(2) Dibujo de la cara que pronuncia mucho las facciones más graciosas y suele quedar muy cómico.

(3) Cantante cubana, negra, que canta muy bien, pero es un poco fea.

(4)Trompetista muy famoso, también negro y también feo, que cuando tocaba la trompeta se le hinchaban tanto los mofletes que parecía que le iban a reventar.

Jimmy le pidió permiso a Andrea para poner como reclamo(5) uno en el que le había salido igual que Felipe González. En ese estaba realmente graciosa y, como era un secreto, sus padres cuando lo veían se quedaban parados mirándolo sin saber muy bien si era Andrea o era el mismísimo presidente del Gobierno.

(5) Un reclamo es cualquier cosa que se utiliza para atraer la atención de los demás sobre algo.


Andrea ya tenía más de once dibujos de ella misma. Le había hecho prometer a su padre que le dejaría ponerlos en su habitación cuando volvieran a casa después del verano. Había pensado que tendría que llevarle a su hermano, porque no le parecía bien tener ella tantos dibujos y Andrés ninguno. De todas formas, como eran tan parecidos los dos, tampoco le importaría regalarle alguno a él. Las caricaturas tienen eso, nadie notaría si era uno o era la otra.

El segundo artista que conoció era un miniaturista(6). Don Vicente era realmente un artista. Era capaz de escribir las tablas de multiplicar en la cabeza de un alfiler.

(6) Miniaturista es un señor que se dedica a hacer cosas muy artísticas y muy pepeñas, esto es, en miniatura.

Don Vicente era un hombre muy mayor y muy sabio, aunque decía cosas que Andrea no siempre entendía. Tampoco entendía, al principio, que se empeñara en hacer las cosas tan pequeñas, cuando si las hacía más grandes todo el mundo las podría ver mejor.

Tenía un puesto pequeño con un extraño aparato para hacer miniaturas. Andrea se quedaba mucho rato mirándole trabajar. Era cuidadosísimo. Lo hacía todo muy despacio y su trabajo había que mirarlo a través de una lupa gigante que tenía instalada delante del puesto para que la gente pudiera ver lo que hacía.

A Andrea le dibujó su nombre con letras preciosas en un piedrecita negra muy brillante que se había encontrado en la playa y, debajo, le escribió una frase que no sabía muy bien lo que quería decir. Debajo de su nombre había escrito: “áltera manu fert lápidem, panem ostentat áltera”. Por detrás, en letras también muy pequeñas, podía leerse: “En una mano lleva la piedra, y con la otra nuestra el pan” -Plauto-. Le dijo don Vicente que la frase que había escrito debajo de su nombre estaba en latín y que por detrás estaba la traducción al castellano. Como también le había dicho que ya lo entendería cuando fuera mayor -como tantas veces dicen los mayores cuando no saben explicar las cosas bien-, Andrea no le había dado más importancia, aunque sí había comprendido que debía guardar esa piedra como un tesoro, porque contenía un mensaje para cuando ella creciera.

Conocía también a un joven muy raro, con pinta de ser muy pobre, que tenía un puesto con objetos de alambre que él mismo fabricaba. Con alambre hacía jaulas para pájaros, pulseras con el nombre de quien se la encargaba, cajitas de corcho con rejas para grillos, cestos, veleros, bicicletas y broches de muy distintas formas. Rodolfo, que así se llamaba el dueño del puesto, trabajaba el alambre con una especie de alicates con las puntas redondeadas. Con esa herramienta lo retorcía y, con las propias manos, conseguía moldearlo hasta darle la forma que quería. Era fantástico verle hacerlo, pero muy poca gente le compraba sus objetos. A juzgar por las ropas viejas que llevaba y la cara delgada delgada que tenía, debía ganar muy poco dinero.

El personaje más extraño de toda la calle de los artistas era el vendedor de cuentos olorosos. No se podía saber si era joven o viejo. Vestía rarísimo y tenía muy largos los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Su puesto estaba lleno de cuentos y de pequeños frascos de esencias. Con ellas conseguía que, cada cuento, oliera a lo que tenía que oler. Así, si un libro contaba como una pastelera hacía sus pasteles, al abrirlo despedía tal olor a riquísimos bollos de crema que los que paseaban por los alrededores se paraban y miraban por todas partes buscando la panadería, para comprarse uno igual. Pero si abrías un cuento de niños que se perdían en el bosque, toda la calle olía a flores silvestres, a ríos y a la humedad del otoño en las piedras mohosas(7).

(7) El moho es esa planta de color verde que crece en las piedras húmedas.

Damián era, en realidad, un fabricante de cuentos mágicos, pero no podía venderlos porque no todos los niños sabían utilizarlos. Por eso se dedicaba sólo a los cuentos con olor. Aparentemente era muy sencillo. Damián mezclaba el contenido de sus frasquitos de esencias con mucha facilidad y echaba sólo unas gotas en las páginas del libro. A veces, en un solo libro ponía cinco y hasta seis olores distintos, según la historia iba contando unas u otras aventuras. Sólo había un olor que decía que no se podía utilizar: Era el olor de la ciudad. Damián decía que tenía “propiedades” y que utilizarlo era muy peligroso. Por eso, siempre que los cuentos trataban sobre las cosas que suceden en una ciudad, los libros olían a nada. Según decía el fabricante, ese, el olor a nada, era el más difícil de conseguir.

Andrea no entendía por qué podía resultar peligroso el olor a la ciudad. Según recordaba la suya, sólo olía al humo de los autobuses y de los coches, aunque la verdad es que nunca se había parado a pensarlo despacio. No comprendía cual era el peligro del olor a humo. Pero decía Damián que, además de ese, había que mezclar muchos más olores muy complicados y llenos de secretos.

Había también un hindú que vendía objetos de la India. Se llamaba Rasset. Rasset no llevaba turbante, ni se acostaba sobre una cama de clavos. Era un señor normal, con rasgos orientales, nacido en la India. No hablaba nada de castellano, pero sonreía con la boca y con los ojos a la vez. Mostraba con esa sonrisa las cosas preciosas de su puesto, hablando en su idioma que no se podía entender. Lo único que sabía decir bien eran los números que, según le había contado Jimmy, era lo que primero aprendían siempre los extranjeros. Lo aprendían enseguida para poder contar el dinero y dar el cambio correctamente a los turistas que les compraban cosas.

Andrea le estaba enseñando a hablar. Todos los días le enseñaba una palabra nueva. Ya sabía decir más de diez. Eran “bonito” y “barato” (palabras fundamentales para que la gente se interesara por sus cosas), “marrana” (que le había recomendado que la usara lo menos posible porque era algo ofensiva), “adorno” (para designar sus objetos), “señor” (para llamar a la gente y que se acercara a ver sus cosas), “señora” (por si los señores no se acercaban), “no” (para decir que era imposible vender eso tan barato), “sí” (para cerrar un trato), “Andrea” (para llamarla) y “viva” (para decir que estaba muy contento porque había llegado ella a visitarle).

La calle de los artistas era mucho más que un mercadillo cualquiera. Había también puestos de palomitas y de algodón dulce y otros muchos de bisutería(8), ropa, cosas de madera y cerámica e incluso uno o dos de juguetes. Pero, sobre todo, había artistas capaces de hacer cosas con las manos y conseguir con su trabajo dinero suficiente para comer.

(8) Colgantes, anillos, pendientes…

Andrés siempre quería estar parado en los sitos donde había juguetes. Por eso Andrea nunca se lo quería llevar con ella de paseo: Ella siempre tenía que visitar a todos sus amigos antes de ver las demás cosas de la calle.

Una tarde que Andrés no había dormido la siesta y estaba muy pesado, su madre le dijo a Andrea que se lo llevara con ella a la calle.

-No tendrás cosas tan importantes que hacer que no te pueda acompañar tu hermano, vamos, digo yo.
-Andrés es un pesado, mamá. No quiere hacer nada más que mirar los puestos de juguetes -protestó Andrea.
-¿Y qué otras cosas quieres hacer tú?
-Yo tengo que ver a Jimmy, a don Vicente, a Rodolfo, a Damián, a Rasset…
-No me gusta nada que andes por ahí hablando con todos esos desconocidos.
-Pero si no son desconocidos, mamá. Son los artistas de la calle de los artistas. Si no fuera por ellos la calle no se llamaría así. Bueno, si por Andrés fuera, se llamaría la calle de los puestos de juguetes… ¡Qué pesado!
-Bueno, pues menos tonterías y a la calle los dos -dijo la madre con tono enfadado-. O si no, ninguno de los dos. Ya me has oído.

Como era de esperar, Andrea cedió a los deseos de su madre y salió aquella tarde con su hermano a dar su paseo.

-Si te sueltas de mi mano -le dijo de muy mala gana-, vas a mamá. Y no te pares dos horas en los puestos de juguetes, que ya tienes seis años y esa es edad de empezar a pensar en cosas más importantes.
-¡Pero si es que a mí no me gustan esas cosas tan raras que te gustan a ti! -dijo Andrés imaginando que le esperaba una tarde muy aburrida.
-Está bien- dijo Andrea-. Te llevaré a que mi amigo Jimmy te haga una caricatura para que la puedas poner en tu cuarto cuando volvamos de vacaciones y, después te llevaré a conocer a Damián, a ver si tiene cuentos de olor para niños tan pequeños como tú, aunque no lo creo, la verdad.
-Pues yo no me veo tan pequeño, lista -se quejó Andrés-. Parece que tú eres una mayor. Y lo único que eres es una marimandona, para que te enteres.

Discutieron un ratito, como siempre hacían, pero Andrés no se soltó de la mano de su hermana, por si las moscas.

Jimmy le hizo una caricatura preciosa y después otra, para ponerla también de reclamo junto con esa en la que Andrea se parecía a Felipe González. Después, don Vicente rebuscó entre sus cosas y le regaló un botón con su nombre escrito en cuatro idiomas.

Todo parecía ir bien hasta entonces pero, cuando llegaron a donde siempre estaba el puesto de Rodolfo, el hueco estaba vacío. En frente, Rasset decía cosas incomprensibles muy alterado y un poco más allá, Damián estaba sentado muy triste.

-¿Qué ha pasado? ¿dónde está Rodolfo? -le preguntó Andrea.
-Ayer por la noche le levantaron el puesto. Por lo visto no tenía la licencia(9) para poder vender. Y esta tarde no ha aparecido por aquí.
-¡Qué mala pata!. Yo quería presentarle a mi hermano Andrés.
-Bueno, no te preocupes -dijo Damián con poca convicción-. Ya se lo presentarás otro día. Seguro que pronto arregla sus papeles y vuelve con su puesto.
-Ya -dijo Andrea-, como si yo me fuera a pasar la vida presentándole a mi hermano a todo el mundo. Pero ¿por qué Rasset está tan nervioso?
-No lo sé -contestó Damián-. Desde ayer por la noche no ha hecho más que refunfuñar en su idioma tan raro. Es imposible entenderle. Ya se le pasará.
-Por cierto ¿tienes cuentos para niños tan pequeños como éste? -preguntó la niña.
-Desde luego. Mira: Te regalaré este con olor a chocolate, que trata de un niño que se comió dos tartas enteras en una fiesta de cumpleaños.
-¡Qué gracioso! -bromeó Andrea- ¿Cómo has sabido que es un glotón?

(9) La licencia es el permiso que da el Ayuntamiento para poder instalar un puesto en la calle. También hacen falta para muchas otras cosas. Si esa clase de papeles no están en regla, te pueden prohibir que hagas lo que estabas haciendo.


Damián no tuvo razón y Rodolfo tampoco estaba allí a la tarde siguiente. En su lugar había un puesto en el que un hombre muy serio vestido de traje no tenía nada para vender. Solo repartía unos papeles grises con nada escrito ni pintado y que la gente, sin embargo, cogía sin parar.

Pero esa tarde tampoco estaba allí Jimmy, ni su caballete de pintor, ni sus reclamos con ella y su hermano. Había otro hombre serio repartiendo de esos papeles grises que a todo el mundo parecían entusiasmar.

Rasset estaba todavía más nervioso. Hoy ya no refunfuñaba. Sólo miraba para todas partes desconfiado. Ya no sonreía con esa sonrisa que se le contagiaba a los ojos y no decía “bueno-barato-viva”, como Andrea le había enseñado.

Y cuando Andrea y Andrés llegaron al puesto de don Vicente, éste también lo estaba recogiendo.

-¿Qué pasa, don Vicente?. ¿Es qué ya no quiere hacer más miniaturas esta tarde?- le preguntó ella.
-No. No es eso -respondió con la voz muy triste-. Es que tengo que irme ya.
-¿También usted se va?. No lo comprendo. Jimmy y Rodolfo se han ido sin despedirse ni siquiera de mí. Y ahora usted también se va. Esto es como si fuera septiembre y tuvieran todos que volver al colegio. ¿Qué es lo que pasa? -continuó-. Seguro que en su lugar se pone otro de esos hombres tan serios a repartir papeles sin nada.
-Es posible que sí -contestó tristísimo el miniaturista-. Pero tú eres muy pequeña para entenderlo.
-Ya -cortó Andrea muy enfadada-. Ahora es cuando usted me dice que ya lo entenderé cuando sea mayor, igual que la frase de mi piedrecita, y yo me tengo que callar porque soy demasiado pequeña.
-¿Lo ves, lista? -dijo inconvenientemente Andrés- ¿Ves como no eres tan mayor como tú te creías?
-No seas panoli, Andrés, que esto es muy importante.

Mientras don Vicente terminaba de recoger su puesto, uno de esos señores vestido de traje preparaba otro puesto de papeles grises. Todas las personas que paseaban por la calle estaban detenidas, esperando a que aquel hombre montara su tenderete de papeles para poder coger más y más, aunque todos tenían ya muchos, de los que se habían repartido en los puestos que antes tenían Rodolfo y Jimmy. Cuando hubo terminado de desmontarlo dejó sus maletas en el suelo, tomó a Andrea de las dos manos y le dijo:

-Andrea: Lee esa piedrecita hasta que seas capaz de entender lo que pone. Sólo entonces podrás comprender lo que está pasando hoy en la calle de los artistas.
-No lo entiendo, don Vicente. No sé lo que me quiere decir -protestó Andrea.
-Chssss -le dijo el viejo tapándole la boca con el dedo índice-. No digas nada. Nadie debe saber que tú tienes el secreto.

Andrés no entendió absolutamente nada, pero Andrea no pudo dormir en toda aquella noche. La calle de los artistas se estaba convirtiendo en un sitio aburridísimo. Se había llenado de puestos, todos iguales, de gente que no sabía hacer nada. Pero nada tenían que hacer porque, de todas maneras, la gente llenaba sus puestos como nunca antes habían estado llenos los puestos de sus amigos.

Lo peor de todo era que, a medida que los papeles grises sin nada iban estando en todas las casas y en los bares de la playa y en los demás sitios, todos los mayores se iban comportando de forma cada vez más parecida a aquellos señores tan siniestros que los repartían. Eso estaba convirtiéndolo todo en muy aburrido.

Tanto era así que, por la mañana, los padres de Andrea y Andrés estaban preparando las maletas.

-¿Es qué ya nos vamos? -preguntó Andrés desconcertado.
-Sí -contestó su padre con una voz muy rara-. Estamos faltando a nuestras responsabilidades(10) en la ciudad. Mañana volveremos a casa y podremos empezar a trabajar duro. Aquí no se hace más que perder el tiempo.
-¡Pero si todavía nos queda más de una semana de vacaciones! -protestó Andrea que lo había oído todo desde la cama.
-No contestes a tu padre, niña. Él tiene razón. Esto no es más que una tontería, una pérdida de tiempo, como él dice. Los mayores tenemos muchas cosas importantes que hacer y vosotros os tendréis que preparar para hacerlas pronto.

(10) “Responsabilidades” es como llaman los adultos a las cosas que tienen que hacer. Sean importantes o no, así lo parecen.

Los mayores se estaban volviendo definitivamente locos. De eso no cabía duda. Pero ella no entendía porqué y, quien parecía entenderlo, en lugar de explicárselo le decía que ella era muy pequeña para contárselo.

Aquella tarde Rasset tampoco estaba en la calle de los artistas. Casi todos los puestos eran ya de hombres que repartían papeles grises sin nada. Sólo quedaba allí Damián, el fabricante de cuentos de olor, pero muy poca gente se acercaba a su puesto a comprar nada.

-¿Dónde se han ido todos?. ¿Cómo es que tú eres el único que sigue aquí?. Rasset ha desaparecido también.
-Lo sé. Yo estoy aquí porque he conseguido engañarles.
-¿A quién? -preguntó Andrea.
-Eso -dijo también Andrés-. ¿A quién has engañado?
-A ellos -respondió Damián con muchísimo misterio.
-Y ¿cómo? -preguntó Andrea.
-Eso, ¿cómo? -preguntó Andrés.
-He descubierto que ellos sólo tienen nada. Sólo les interesa que la gente se contagie de su nada y están llenado las calles de nada. Por eso yo les he conseguido engañar. He llenado mis cuentos de olor a nada y por eso no me han quitado mi puesto. Pero, no sé cuanto tiempo podré aguantar. Y no sé tampoco para qué sirve que yo esté aquí. A nadie parece interesarle lo que yo tengo para vender y en cuanto se me acabe la esencia del olor a nada me descubrirán y me echarán. Entonces ya no quedará ningún artista en esta calle, que es lo que quieren. Fíjate, ellos parecen inofensivos, parece que no hacen daño a nadie y, sin embargo, poco a poco, están acabando con el arte, con la diversión, con el recreo…
-¡Con el recreo no! -interrumpió Andrés muy preocupado.
-Cállate, bobo -reprendió Andrea enfadada-. No se refiere a ese recreo. Nosotros mañana ya nos vamos -conti-nuó Andrea-. A mi padre le ha entrado no sé qué rollo de que aquí no se hace nada más que perder el tiempo.
-¿Ves? -dijo Damián- Todos los mayores se han contagiado de nada.
-¿Y dónde están ahora todos los artistas?
-Seguramente -contestó el fabricante de cuentos-, en la ciudad de los artistas olvidados, confundidos entre la gente que no sabe nada para que no puedan interesar a nadie.
-Esos hombres son realmente terribles -se quejó Andrea-. Enseñan el pan con una mano, pero en la otra, esconden la piedra.
-¡Exacto! -exclamó Damián- ¿Dónde has aprendido eso?
-Me lo escribió aquí don Vicente -dijo Andrea mostrándole su piedra negra brillante-. Pero me dijo que no lo entendería hasta que no fuera muy mayor.
-Pues ya lo has entendido -aseguró él-. Eso es lo que está pasando en la calle de los artistas. Pero la gente sólo ve el pan y no se da cuenta de que la piedra es muy dura.
-¿Y dices que los demás artistas deben estar en esa ciudad tan misteriosa?. ¡Fabrica un cuento con olor a ciudad y gánales!
-Pero el olor a ciudad es muy peligroso, ya te lo dije el otro día.
-Pero la nada es terrible: Termina con la alegría de los niños y con los juegos y con las vacaciones y con todo lo bueno.

Damián estuvo un buen rato pensando: Si le hacía caso a Andrea correría el riesgo de crear un cuento mágico, de olor a ciudad. Entonces todos podrían quedar prisioneros en el cuento y lo tendrían que ir contando desde dentro. Luego, salir podría ser muy difícil. Pero si no le hacía caso, los hombres de la nada terminaría con todo. Además, tenía la clave que haría que todos comprendieran en la piedra que el miniaturista le había pintado a Andrea.

Tomó una decisión: Había que intentarlo.

Sólo había un problema: Había que hacerlo antes de que la esencia de nada se le terminara y los vendedores de nada le descubrieran y consiguieran echarle a esa ciudad donde nadie le escucharía.

Empezó a trabajar. Andrea le miraba con muchísima atención. Damián cogió un libro muy antiguo, con encuadernación de piel, que había debajo del tablero que hacía de mostrador. Lo dejó con mucho cuidado encima de los demás y empezó a mezclar esencias diferentes para conseguir el olor de la ciudad.

La primera, tal y como Andrea había supuesto, era la del olor del humo. Luego cogió otra que ella nunca había visto, la del olor a soledad. Después juntó las de los olores a cine de barrio y a asfalto caliente. Unas gotitas de la de olor a fiesta de nochevieja, a museo y a parque. Por último tenía que echar un chorreón bien grande de esencia del olor de la gente, pero había dos tarros de esencia de olor a gente: Uno el de olor a gente feliz y otro el del olor a gente desgraciada. Dudó un rato largo y al fin preguntó a Andrea:

-¿Cómo hago esta mezcla?. ¿Hay más gente feliz o más gente desgraciada en la ciudad?
-¡Que pregunta tan difícil! -respondió Andrea-. No sé si hay más gente feliz o más gente desgraciada en las ciudades. Pero sí sé que en la del cuento que nosotros tenemos que contar, habrá mucha más gente desgraciada. Es la de los artistas olvidados.
-Será muy difícil escapar de un cuento con olor a ciudad en la que la gente está triste -dijo el fabricante de cuentos olorosos-. Además, piensa que tiene que terminar muy bien.
-Ya, pero, una ciudad en la que los artistas están olvidados debe ser un sitio de gente muy triste. A ver si vamos a fabricar el cuento de otra ciudad -advirtió Andrea.
-Creo que tienes razón -reconoció Damián-, haré la mezcla con más olor a gente triste que feliz. ¿Estáis preparados?
-Yo lo estoy -dijo Andrea.
-Yo también lo estoy -dijo Andrés muy asustado y agarrado fuerte fuerte a la mano de su hermana.
-¿Llevas tu piedra?
-Sí -contestó ella.
-Pues vamos allá.

Damián terminó la mezcla y echó unas gotitas en cada página.

En la encuadernación de piel del viejo libro empezó a verse el título, según se lo iba imaginando el fabricante de libros. Era “Andrea y Andrés en la ciudad de los artistas olvidados”. Al abrirlo, toda la calle empezó a llenarse de olor a ciudad. De repente un enorme autobús lleno de hombres de nada, como los que había por allí, la atravesó a gran velocidad, dejando tras de sí un humo denso que lo invadió todo.

Al quitarse el humo, Andrea y Andrés estaban solos y chamuscados. De la calle habían desaparecido todos los puestos y el empedrado del suelo. Ahora era una calle normal por la que ya pasaban coches, coches oscuros que viajaban deprisa con viajeros que no sonreían.

Andrea dio un salto y tiró de su hermano para refugiarse en la acera de tanto tráfico y buscó a Damián por todas partes.

-¿Dónde están los puestos? -le preguntó Andrés- ¿Dónde está tu amigo el fabricante de cuentos?
-Debe estar ahí fuera -contestó Andrea tratando de tranquilizar a su hermano-, contando el cuento de “Andrea y Andrés en la ciudad de los artistas olvidados”.

Tenía su piedra cogida en una mano y a su hermano de la otra. Pero no sabía por donde tenía que empezar a contar su cuento. Los hombres de nada estaban por todas partes, con sus caras de nada, deambulando(11)

de un lado para otro como si no fueran a ningún sitio interesante.

(11) Deambular es ir por ahí como un sonámbulo, como si no tuvieras que ir en realidad a ningún sito.

La calle de los artistas estaba muy cambiada. Al final del todo advirtió que había un puesto, un sólo puesto, pero no alcanzaba a ver de quien se trataba. Muy poca gente se acercaba a él. Sospechó que sería el de alguno de sus amigos y se dirigió hacia allá con su hermano de la mano. Esta vez Andrés no decía nada. Sólo miraba para todas partes, pensando que Andrea le sacaría de ese lío y sin querer enfadarla por si las moscas.

-¡Estupendo! -gritó cuando vio que era el puesto de Rasset-. Corre Andrés, es Rasset, el hindú que vende cosas de la India.

Cuando llegaron contentísimos al puesto, Andrea se quedó paralizada. ¡Era imposible!. Rasset había olvidado todas la palabras que le había enseñado y ya no sonreía. Ni siquiera lo hizo al verla llegar. Pero lo peor de todo era que, en su puesto, ya no tenía los preciosos objetos traídos especialmente desde la India. Su puesto estaba lleno de papeles de nada, papeles grises que algún viandante(12)

cogía de vez en cuando.

(12) Viandante es sinónimo de peatón y un peatón es un señor o una señora que va andando por la calle.

Era inútil explicarle nada. Rasset no entendía ni una sóla palabra de castellano. Miraba a los dos niños como si no les conociera de nada, por más que Andrea le repetía y le repetía las palabras que le había enseñado.

-¡Bueno-bonito-viva! -le decía una y otra vez.

Pero Rasset estaba como dormido.

-Está bien, Rasset, no te preocupes -dijo finalmente Andrea-. Encontraremos la solución, ya lo verás. Voy a seguir buscando, a ver si conseguimos encontrar a don Vicente. Seguro que él sabrá que hacer.

Estuvieron andando un buen rato. Andrés tenía muchísima hambre, pero ya no había puestos de perritos calientes, ni de algodón dulce o palomitas, así que era imposible parar a tomar nada en ningún lado. Ninguno de esos hombres tan serios y raros les prepararía un bocadillo.

Al volver una esquina Andrea y Andrés se quedaron helados: Era Jimmy, el pintor extranjero que les hacía caricaturas tan divertidas. Jimmy tenía montado su tenderete, aunque no estaba pintando como antes hacía. No tenía como reclamo aquellos dos dibujos tan graciosos de ellos dos, sino papeles sin nada pintado. Pero era Jimmy.

-¡Hola! -le gritó la niña entusiasmada- Soy Andrea.
-Ya veo que eres Andrea. Soy extranjero, no tonto. ¿Por qué me dices quién eres si yo ya lo sé? -le contestó Jimmy muy antipático.
-¿Dónde está mi caricatura? -preguntó enfadado Andrés.
-¿Qué caricatura? -se extrañó el pintor.
-La que me hiciste el otro día y tenías ahí puesta -dijo el muchacho señalando al caballete donde estaba colocada antes.
-No lo sé -respondió Jimmy nada preocupado-. Yo ya no hago dibujos. Ahora tengo papeles sin nada. Es mucho más sencillo y no gasto mis carboncillos(13)

. De todas maneras, la gente los coge más que cuando estaban dibujados.
-Pues menudo rollo -volvió a protestar Andrés-. Un pintor que no pinta, un vendedor que no vende… A ver que más vamos a encontrarnos en esta ciudad tan aburrida.
-Jimmy -dijo entonces Andrea-: Estoy muy preocupada, os habéis vuelto todos muy raros. Esta ciudad no os sienta nada bien. Dime ¿sabes si don Vicente está también por aquí?
-Don Vicente, don Vicente… -pensó el pintor-. Ah sí. debe ser ese hombre tan extraño que hace papeles de nada muy pequeñitos.
-¡Sí! -dijo Andrea encantada- Seguro que es ese.
-Creo que tiene el puesto dos manzanas más arriba.
-¡Estupendo! ¿Me harías un favor, Jimmy? ¿Te irías a poner tu puesto allí, junto al de Rasset? Así volveríais a estar juntos y tendrías a alguien con quien hablar.
-Me parece una tontería. Ese hindú no sabe decir nada de nada. Pero la verdad es que me da igual. Aquí ya he repartido muchos dibujos sin nada.


(13) Son lapiceros especiales de carbón que utilizan los pintores.

El pintor, de todos modos, hizo caso y se fue a montar su tenderete junto al de Rasset. Andrea había pensado que, si encontraba la solución, sería mucho más sencillo que todos sus amigos estuvieran juntos a la hora de salir del cuento mágico. Así que se fue con su hermano a buscar al miniaturista que le había hecho su piedra con el mensaje.

-Que raros se han vuelto tus amigos, Andrea. Y qué hambre tengo.
-No te preocupes. Pronto encontraremos a don Vicente y seguro que a él se le ocurre algo.
-¡Mira: Lo que faltaba! -refunfuñó otra vez Andrés cuando pasaron por la puerta de una pastelería- Deben estar riquísimos.
-Que va. Seguro que son de plastelina. ¿No has visto que no huelen a nada? -dijo Andrea-. Las pastelerías huelen siempre muchísimo mejor.
-Ya, si no olerán a nada, pero tienen que estar buenísimos.

Mientras intentaban localizar a don Vicente, se encontraron con Rodolfo, el fabricante de objetos de alambre, que tampoco fabricaba nada ya. Había instalado su puesto en una encrucijada(14) en la que hacía muchísimo aire. También Rodolfo estaba muy raro y también repartía aquellos extraños papeles vacíos, ensartados en alambres sin forma de nada para que no se le volaran.


(14) Es un cruce de dos o más calles.

Andrea logró convencerle para que se fuera al mismo sitio en el que estaban los otros antes de seguir su camino en busca del miniaturista.

Aquella era la ciudad más extraña del mundo. No sólo era un lugar en el que los artistas no ejercían. Era algo peor que eso. A Damián se le había debido ir la mano con la esencia del olor de la gente que no es feliz, porque nadie había por las calles que jugara o riera. Faltaba el bullicio(15)

estupendo de las calles, la gente paseando, los bares y los comercios llenos. Sólo estaban aquellos hombres como helados por todas partes, sin interés por nada que pudiera ser bonito o agradable. Ni siquiera las panaderías olían bien.

(15) Jaleo.

A Andrea le hubiera encantado poder ir un momento al parque, a ver si allí sí que funcionaba el olor a parque que Damián había añadido en la mezcla, pero no tenía tiempo para eso. Ella misma parecía contagiarse de las ganas de nada que estaban por todas partes. Eso le pareció peligrosísimo: Si ella misma se quedaba sin ganas de nada, perdería el interés por salir del cuento encantado y resolver el problema de los hombres de nada que habían acabado con los artistas. Tenía que terminar de contar el cuento y para eso, tenía que encontrar a don Vicente de una maldita vez. Andrés estaba muy cansado. Además, se estaba haciendo de noche.

Por fin, en un puesto que estaba muy cerca de un enorme museo que no tenía cuadros, Andrea reconoció a su amigo el miniaturista.

Los dos niños corrieron cogidos de la mano, contagiado el uno de la alegría de la otra. La solución parecía cercana.

-¡Don Vicente! -gritó Andrea muy contenta-. Llevamos buscándole toda la tarde. ¡Qué sitio tan raro para poner su puesto! -dijo al comprobar que estaba en una calle en la que sólo había locales comerciales vacíos.
-Buenas tardes -dijo el miniaturista como extrañado- ¿A qué viene tanto alboroto?, ¿no nos vimos ayer por la tarde en la playa?.
-Sí. Pero hoy ya no estamos en la playa. Esto es la ciudad de los artistas olvidados y aquí es todo mucho menos divertido. ¿O es qué está contento de que le hayan quitado su sitio en la calle de los artistas?
-Contento, contento, no es que esté. Pero tampoco estoy triste. Aquí no se está mal. En realidad, no pasa nada.

Andrea se quedó hecha polvo. Tampoco don Vicente parecía dispuesto a hacer nada para evitar lo que estaba pasando. Pero se alarmó aún más cuando, a través de la lupa gigante que había instalada delante del puesto, vio que en los papeles pequeñísimos que don Vicente había fabricado, no había nada escrito. Era tal y como le había dicho Jimmy que pasaba.

-Enséñale la piedra, Andrea, enséñale la piedra -le recordó su hermano pequeño.
-¡Ah sí! -exclamó Andrea- La piedra brillante le hará recordar. Mire don Vicente. ¿Sabe lo que es esto? -le dijo al viejo.

Don Vicente cogió la piedra y leyó en voz baja la inscripción:

-“Áltera manu fert lápidem, panem ostentat áltera” -murmuró-. Este es un bonito verso de Plauto pero, ¿por qué me lo enseñas?.
-Dele la vuelta y lea. Usted mismo me lo escribió -contestó Andrea.
-“En una mano lleva la piedra, y con la otra nuestra el pan” -volvió a leer-. Ya sabía lo que quería decir. No entiendo qué tiene esto que ver conmigo, ni con que esté más o menos contento por estar aquí. Por cierto ¿para qué escribí yo esta frase debajo de tu nombre?

Andrea estaba desolada

(16). Don Vicente ya no tenía ganas de nada y no recordaba el sentido de aquellas palabras. ¿Qué podría hacer entonces?, ¿cómo recuperar la vida normal?, ¿qué estaría haciendo Damián ahora?. A lo mejor se le había terminado ya la esencia de nada, le habían descubierto y estaba ya en la ciudad de los artistas olvidados fabricando cuentos sin nada dentro. O a lo mejor estaba todavía en la calle de los artistas intentando hacer algo para evitar que don Vicente se dejara llevar por los hombres de nada.

(16) Tristísima.

El caso es que no sabía lo que hacer. Se volvió con su hermano camino de la panadería que habían visto al pasar, a ver si conseguían comer algo. Sería difícil convencer al panadero de que les diera algún bollo fiado(17)

, porque no tenían dinero para pagarlo.

(17) Eso quiere decir sin pagarlo, esto es, dejado a deber.


Pero al llegar a la panadería ¡qué sorpresa!. Desde la puerta, incluso desde diez metros o más antes de llegar, olía a pan tierno y a bollos de crema. A Andrés se le puso una cara de hambre tan grande que parecía que estaba delante de un buey con patatas y a Andrea le empezaron a sonar todas la tripas. Además, algo estaba pasando por fin. En la panadería olía estupendamente. Seguro que Damián había echado a su cuento un poco de la esencia del olor de las panaderías. Así que echaron a correr como desesperados. Pero, antes de entrar, escucharon a don Vicente llamarles a voces. Corria calle abajo muy sonriente en su busca. ¡Había recordado!


-Fue estupendo -relató ya dentro de la panadería-. Cuando conseguí recordar el significado de aquellas palabras, me di cuenta de lo que pasaba y me llené de ganas de contárselo a todos y de ser feliz.
-Ya era hora -dijo Andrés-. Entonces ¿podemos comernos un bollo?
-¡Claro que sí! -asintió la panadera, una mujer gorda de aspecto estupendo-. ¡Estoy tan contenta de haber recuperado el olor de mi tahona(18)
que os dejaré comer toda la vida todos los bollos que queráis!
-¡Eso sí que es un premio! -gritó Andrés encaramándose inmediatamente a la vitrina.
-No seas maleducado, Andrés, mamá se pondría furiosa si te viera hacer eso.
-Déjale, hija, déjale. Da gloria verle comer con tanta hambre -dijo la panadera-. Y come tú todos los que quieras. ¡Huele tan bien!
-Ha debido ser Damián -dijo Andrea-, que ha echado un poco más de esencia en el cuento.
-¿Cómo? -preguntó extrañadísima la buena mujer.
-Nada, nada, cosas mías.
-No tenemos tiempo que perder -dijo don Vicente que ya debía estar harto de comer pasteles-. Tenemos que hacer algo. ¿Cómo convenceremos a todos de que nos están engañando?. ¿Sabe cómo lo hacen? -relató a la panadera- ¡Te engañan!. Con una mano te enseñan lo bueno que es no tener preocupaciones ni problemas y te dicen lo feliz que se puede ser sin emociones, sin artistas. Pero en la otra llevan la piedra. Y la piedra es que todo se vuelve frío y se te quitan las ganas de todo. Ya lo ve, nadie protesta, nadie pone problemas, nadie hace nada para estar contento… Por eso no huele a nada.


(15) Así se llaman los hornos de pan.


La panadera no estaba entendiendo ni jota, pero era tan feliz de haber recuperado sus olores, que estaba dispuesta a contárselo a todo el mundo.

La panadería empezó a llenarse de gente, atraída precisamente por ese olor fantástico que despedía y, la panadera, a todo el mundo le contaba lo que le había oído contar a don Vicente.

Los tres amigos corrieron entonces a la calle donde Andrea le había pedido a los artistas que pusieran sus quioscos. Allí, con cara de nada, seguían Rasset, Jimmy y Rodolfo. Algo más alejado, había un cuarto puesto.

¡Era Damián!.

Damián estaba ya también en la ciudad de los artistas olvidados. Seguramente le habían descubierto cuando tuvo que añadir al cuento esencia de olor de pastelería para que los niños pudieran comer algo.

Don Vicente juntó a todos los artistas y trazó un plan. Había que ir a la panadería que conservaba sus olores, porque sería donde más fácilmente entenderían y tendrían, además, el apoyo de la panadera y sus bollos de crema. Una vez allí haría comprender a los artistas y luego, entre todos, a todos los demás.

La reunión en la tahona fue estupenda. Tan pronto como los artistas recuperaron el olor de las cosas buenas, recuperaron también las ganas de todo. Era estupendo verles comer bollos y bollos. A todos menos a Andrés, que estaba ya empachado de todos los que se había comido hacía un ratito.

Damián eligió uno de chocolate, tan grande, que todos pensaron que nunca se lo terminaría. Comía a dos carrillos mientras repasaba su maleta de frascos de esencia a medio terminar, para ver cuantas le quedaban. Rodolfo y Jimmy se habían vuelto definitivamente locos y daban vueltas cogidos de las manos canturreando con la boca llena. El más raro era, claro, Rasset, que estaba de rodillas con las manos estiradas haciendo “adoraciones” y diciendo lo de “bueno-bonito-viva” como si se le hubiera rallado el disco.

A partir de ahí, sólo habría que contagiar a todos los demás.

Pero… ¿Cómo?

Se pusieron a trabajar. Damián tuvo una idea: Andrea y Andrés empezaron a pegar todos los papeles de nada que encontraron, con muchísimo cuidado para no contagiarse, hasta construir una sábana grandísima en la que el propio Damián iba echando las esencias de olor que le quedaban. Todas menos una, claro. Echó mucha de olor a pasteles, que era la que mejor funcionaba según había podido comprobar. También mucha de las de olor a primavera, a libertad, a mar y al viento de las montañas. Y no mucha de las de olor a gente (que casi no le quedaba), a tierra mojada y a tormenta de verano. Un poco de esencia del olor del café recién molido, idea de una chica bajita que pasaba por allí, fue el remate.

Mientras la sábana de olores se construía, Rodolfo fabricó una enorme estructura de alambre con forma de globo para ponerla encima. La sujetarían con unos enganches muy pequeños que don Vicente no tuvo ningún problema en inventar. Rasset sacó una especie de alfombra mágica que tenía, tan grande, que cabrían todos encima. Damián, que era un bromista, lleno la alfombra de olor a pies en un descuido de los demás y luego todos le regañaron porque se había pasado un poco en la cantidad.

Por último, Jimmy dibujó una cosa preciosa en la sábana con colores muy vivos: Era un tren que conducía a todas partes y, en las ventanillas, pintó la caricatura de cada uno de ellos.

Andrés se enfadó porque la suya no le había salido tan bonita como la anterior, aquella que tenía de reclamo en el caballete de la calle de los artistas. No se le pasó hasta que Jimmy le prometió que le dibujaría muchas más, hasta que una le gustara del todo.

Colocaron entre todos la sábana de papel encima de la estructura de alambre y, debajo, colocaron la alfombra mágica. La unieron con los enganches que había hecho don Vicente y calentaron con fuego el aíre del interior, como se hace para que los globos se eleven por el aire.

Como ya casi era de noche del todo, pusieron dentro diez linternas encendidas para alumbrarlo y el globo se levantó por el aire como una preciosa pelota de luz.


Olía tan bien y era tan bonito, que todo el mundo que se quedaba mirándolo se ponía contentísimo y se contagiaba de la risa que tenían sus ocupantes.

-Y así -terminó Andrea de contar el cuento en voz alta-, aquella ciudad, ya nunca se olvidó de sus artistas y volvió el bullicio y la gente paseando y los bares y las tiendas llenas de gente contenta.
-¡Adiós artistas! -gritaba la panadera gorda y estupenda, despidiéndose con su pañuelo blanco, como las antiguas.

Todos los olores del globo se fueron desprendiendo y llenándolo todo, cada cosa, del suyo. Era fantástico viajar allí.

-¡Rasset! -Dijo Andrea al hindú que guiaba la alfombra- ¡Rumbo a la calle de los artistas! Este cuento acaba allí.

Nota editorial: También los dibujos de este cuento, son de mis hermanas Mariquilla y Maripepa. ¡¡Y molan!!

2 respuestas a “La calle de los artistas.

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