El ocaso de las ciudades

Ya augurábamos que la gran pandemia haría de nosotros personas distintas y de nuestro modus vivendi otro que nunca será el mismo. Intuíamos el miedo a las relaciones con otros, la huida de las aglomeraciones, el fin de los espectáculos de masas, la contención, incluso, en las fiestas familiares. Nos maliciábamos que todo sería diferente, quizás ni peor ni mejor, pero seguro diferente.

El tiempo avanza y con él la enfermedad. Nos anuncia que estará aquí para un tiempito, limitando (al menos limitando) las rutinas más comunes de nuestra manera de producirnos en sociedad. Y algo más: nos alerta sobre la fragilidad de las cosas más allá de aquellas grandes preguntas sobre el destino o la procedencia de la humanidad. Nos viene a confirmar que todo lo que creíamos cierto (nada más cierto que unas cañas al salir de trabajar) ya no es tan cierto. Ni en los negocios, ni en las relaciones, ni en la vida en general, porque a lo mejor ya no te puedes volver a ir a tomar unas cañas. Igual ni siquiera conservas el trabajo del que antes salías a media tarde. Y nos pone sobre la pista de que lo que hoy es un virus cabrón de procedencia animal (zoonosis), mañana puede ser un escape radioactivo, un agujero más grande en la capa de ozono o sabe Dios qué otro tipo de mal universal el que nos joda la vida. Y a todos a la vez, porque la globalización (también la enfermedad nos lo ha enseñado) no es cosa de la economía o el poder: lo mundializa todo.

Las ciudades son, desde su consolidación como algo más que concentraciones urbanas en Mesopotamia o a orillas del Mediterráneo, los grandes núcleos de convivencia alrededor de los que la sociedad se ha construido, ha evolucionado y se ha convertido en lo que hoy es. Las sedes del intercambio en estado puro, el comercial, el social, el intelectual. Los motores de todos los cambios, el refugio de bohemios, mercaderes, artistas, pensadores, filósofos. Puntos de encuentro del pensamiento, asentamiento de universidades, sede de la ciencia.

Y ahora se marchitan.

No se trata solo de que las actuales herramientas de la comunicación faciliten el intercambio a distancia haciendo innecesaria la interactuación directa entre las personas, sino de que esta se proscribe por el miedo. Se aconseja el teletrabajo, se potencia la compra por internet, se normaliza la videoconferencia entre abuelos y nietos, se obliga a la distancia de seguridad entre unos y otros. Se huye, en suma, del contacto físico.

Habíamos reconvertido adrede los centros históricos en lugar de acogida de un turismo de aluvión que pagaba mejor. El comercio de proximidad florecía, las propiedades inmobiliarias multiplicaban por diez su capacidad de dar dinero, la industria del ocio crecía como la espuma, los bares de copas, las salas de jazz, los cafés, los tablaos, las tiendas suvenires, las boutiques. Los precios subieron hasta hacerse excluyentes y las personas se escaparon en busca de rentas asequibles para sus familias, de tiendas menos exclusivas que permitieran comprar el pan o las sardinas a precios populares. Se acabaron los niños, se cerraron las escuelas. Se marchó la gente. Llamamos a eso ‘gentrificación’, y estuvimos encantados de haberla conocido, sin darnos cuenta de que nos estaban robando el espacio. ¿Quién vive ahora en el barrio Latino de París (aglutinador en otro tiempo sede de toda clase de arte e intelectualidad) o en el madrileño de Las Letras o de Malasaña, que fueran el germen de su Movida por los ochenta? En enero de 2020 allí vivía Airbnb. En septiembre del mismo año, nadie. Y ya, ni comercio, ni bares, ni guiris pueblan la plaza Mayor. Ya no hay nadie. Acaso algún alto representante de algún país muy rico, que se permite aún pagar un alquiler desorbitado para mantener a sus mentores en el extranjero (me estaba acordando del exministro Vert y su destino millonario en París).

Y ya no quedaba casi nadie

El teletrabajo diezmó las denominadas por lo común ‘ciudades financieras’ y los cuidados espacios de coworking. hoy laten a duras penas en las franquicias de comida rápida a base de ensaladas de quinoa bajo mascarilla a eso de la una y mueren al atardecer cuando ellos y ellas, de impecable traje oscuro, emprenden el camino al club de pádel higienizado para desaparecer después como por ensalmo, diluidos en las urbanizaciones más exclusivas del norte.

Los barrios populosos mantienen el pulso, pero expuestos al contagio. Temerosos de que un nuevo confinamiento los vuelva a encerrar en estos sesenta metros cuadrados sin terraza que, a partir del día cinco, se vuelven insoportables. Expuestos al contagio. Proliferan las casas de apuestas (mejor cuando más cerca de los colegios), a costa de las mercerías, o las tiendas de variantes, seguramente porque ya nadie compra aceitunas a granel, ni botones o goma elástica para arreglar la cinturilla de la falda de la chica. Las otras tiendas están mermadas por el auge de la compra on line, que facilita proveerse, tanto de lo necesario, cuanto de lo superfluo, sin pisar la calle; pelean su condición de comercio de proximidad, ahora que cada vez dan más miedo las grandes superficies por mucha mascarilla que te pongas y por más que el ‘segurata’ de la entrada te embadurne de gel hidroalcohólico las manos antes de cruzar la línea de carros.

El higienismo del siglo XXI acabará por aniquilar también estas barriadas. O por desvirtuarlas tanto que se devalúen hasta convertirlas en los suburbios que, en realidad, nacieron siendo. Vastas extensiones de colonización, nacidas a mayor gloria y beneficio de los grandes constructores de mediados del siglo pasado, que hicieron varios agostos hacinando personas en lugares inhóspitos que los artefactos de aire acondicionado, el calor azul y la llegada del Metro humanizaron con el paso del tiempo. Las barriadas mantienen el pulso, pero ya no son seguras. Ya no son ambles. Ya no se prestan a la conversación con los vecinos, ni el bar acoge la partida de dominó con el calor y el Chinchón de otras veces. Y no se puede aparcar.

Ha nacido el higienismo del siglo XXI. Nace por la enfermedad, igual que el original al que replica que, en el siglo XIX, sirvió para derribar murallas y propiciar ensanches, llevar el agua corriente a las casas, construir alcantarillas o alejar los cementerios de lo núcleos urbanos, huyendo de las enfermedades que asolaban las ciudades. Y hoy desplaza el interés de las urbes hacia una tendencia generalizada de vida en contacto con la naturaleza. A lo mejor solo buscando un jardincito de césped artificial que mitigue los horrores del confinamiento en un tercero izquierda y zanje de plano el peligro de la convivencia con un sanitario dos plantas más arriba).

Pero ¿en qué naturaleza? Y ¿para quienes?

No va a seguir sirviendo el modelo infame de viviendas adosadas (acosadas) de promoción pública con el que hemos destrozado el paisaje de nuestros pueblos y deteriorado la vida de sus ciudadanos hasta ‘urbanizarla’  en 20m2 de patio común pagado en negro.

Más allá de los cinturones industriales (para mientras quede industria), una nueva suerte de territorios de colonización adoptan la forma de pequeños pueblos prefabricados provistos de piscina, anchos espacios comunes, cancha de tenis, pádel  y salón social. Nuevos colonos felices de que sus vástagos puedan jugar en el espacio acotado de la manzana cerrada del que han adquirido una porción sustancial. No venden pan, no hay teatro, el deterioro de aquellas zonas comunes no tardará en hacerse presente. La convivencia se volverá espesa en pocos años, pero la plaza de garaje es amplia. Desde la ventana se advierte la boina de contaminación que cubre la ciudad. Eso y poco más, porque después no hay nada. Al otro lado, nada.

Y, poco más allá, municipios más rurales, ya en la sierra, elevan el standing albergando en las afueras construcciones no fáciles de comprender que se rellenan de niños limpitos y señoras delgadísimas que conducen un Mini Countryman hacia no se sabe dónde coño por las mañanas.

Pero ¿cuántos caben? Y, para todos los demás ¿quedará el hueco que el turismo ha dejado en los centros históricos? Como en Amanecer zombi, ¿será que todos los demás okupemos esos lofts lujosísimos que ya nadie alquila por días, para dormir durante las horas de luz y tomar por las noches las calles en busca de alimento? ¿Tomaremos los barrios? ¿Los rascacielos?

Ahora sí que me hago yo aquellas grandes preguntas. O, de las dos, solo una. Porque sí sé de dónde venimos, pero no tengo ni puta idea de hacia dónde vamos.

El dibujo es de mi hermana Maripepa


4 respuestas a “El ocaso de las ciudades

  1. En las poblaciones pequeñas tenemos miedo, lo que antes esperábamos con impaciencia ,hoy nos produce temor, la alegria de recibir a nuestros familiares hoy no la valoramos por miedo al contagio, nuestra esperanza que llegue pronto la vacuna y poder tranquilizarnos y volver a recibir a todos aquellos que nos quieran visitar e incluso quedarse a vivir con nosotros, la verdad un futuro muy raro , hoy con ganas de que todos los que han venido a pasar unos días se vallan cuanto antes, una pena pero tenemos mucha gente mayor.

    Buen domingo

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    1. El instinto de protección produce eso que el Dr. Simón llamó (con todo acierto) «macrileñofobia». Y es normal.

      Demasiadas personas procedentes de zonas de altísimo contagio, dispersas por la geografía con resultados que se están viendo ya. ¡Claro que estamos deseando que todos vuelvan a sus lugares de origen y volver al entorno que somos capaces de controlar! No pordría ser de otra manera, a pesar de la tristeza que produce no estar deseando volver a ver a los viejos amigos, a los parientes, a todos los que se tuvieron que marchar y ahora no piensan sino en volver.

      Raro, como bien dices. Contradictorio y raro. Pero no serán pocos los que vengan a quedarse.

      Un abrazo enorme, Juan Carlos. Suerte con lo que te toque lidiar estos días. ¡Feliz día del patrón!

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  2. Que curioso, en mi trabajo de toda la vida, un lugar íntimamente ligado con el urbanismo y la convivencia en las ciudades, justo cuando entré estaba organizando un congreso denominado «Jornadas de la Ciudad del año 2000» , no sé que conclusiones sacarían de aquel Congreso y si se acercarian al panorama que tan certeramente has plasmado. 
    Es curioso que justo antes de entrar en ese año 2000, un urbanita como yo, acostumbrado a moverse de esquina a esquina en taxi,se mudó a la sierra de Madrid a una de esas casas que has descrito con techos de pizarra y sus mil metros de parcela.
    No contento con eso, año y medio después me fui a la Costa Brava. Viví en el núcleo de turismo de sol y playa. Esa qué,  una vez pasada la temporada, se vacían de tal manera que para ir a tomar un café o vas en coche o te das un paseo muy largo.
    Te preguntas a donde vamos, vamos a morirnos, disfruta del camino.
    Las costumbres cambian, las ciudades también, te lo digo yo que llevo mas domicilios que el fugitivo. El primer piso que tuve fué en Pinar del Rey esa zona de «alto standing» donde se ha ido a vivir Abascal. Entonces era el culo de Madrid con la UVA de Hortaleza al lado. Compré el piso porque estuve en unas conferencias del Ayuntamiento sobre el Plan General de Madrid denominado: El Cinturón Verde. Salí de allí con la conclusión dr que si no comprabs un piso yá,  no podría.  Lo compré en Marzo, me costo cuatro millones y medio, en octubre costaba ocho millones. Seguía siendo el mismo suelo con el mismo escaso transporte público, pero con una «gran proyección» .
    Ahora no lo conoce ni su madre (ni la mia). Ah.. mi casa, la urbanización ya tenía piscina y parque de zona verde cerrada,
    Luego se puso de moda las casas «hacia dentro» tipo cuartel, con las ventanas por fuera y las terrazas por dentro con vistas a la piscina. Un generador de ruido poco recomendable.
    Las ciudades, nacen viven y mueren igual que nosotros.
    En el barrio donde me crié han cerrado una papelería buenísima que llevaba toda la vida. Como la de Santa Engracia que me pillaba muy cerca del trabajo.  En compensación han abierto un cine con tres salas, en un sitio que antes estaba repleto de cines de barrio. Si viviera allí aún, podría ir al cine sin tan siquiera cruzar la calle. Un lujo, no todo está perdido. 
    Tema COVID: una amiga en Cáceres, su sobrino,un año, enfermo con sintomas.
    En Malta, una amiga que trabaja en un spa, su jefa da positivo, todos se hacen el PCR, negativo. Eso sí sin protocolos ni leches.. para qué, te haces el PCR y al curro con todo el salero.
    Todo esto es un despropósito.
    Feliz semana, un abrazo.

    PD: esta vez he sido yo, le dì enviar y no me hizo caso. Tuve la precaución de editar aparte. Mas vale tarde que nunca.

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    1. Es la metamorfosis. Curiosa ciencia la del urbanismo, tan afectada por las modas como todas las demás, pero más sensible al factor dinero que ninguna otra.

      El fenómeno de la gentrificación nos hizo daño a nosotros, mucho daño, porque nos hurtó del espacio más vivible de las ciudades, pero las ciudades no se han dado cuenta hasta ahora de que, sin ciudadanos, no hay nada que albergar. Fue la moda y se suplieron los cascos antiguos por esas urbanizaciones de manzana cerrada que tantas satisfacciones nos dieron durante un largo tiempo.

      La actual fatalidad (o esto que, al menos yo, veo fatal) es la velocidad. Igual que el virus y por la misma razón, lo malo es la rapidez con la que este cambio se da, sin tiempo para que otra moda sustituya la anterior. Y sin dinero para pagarla.

      Ahora las ciudades se vacían. Y nada de comunidades: se vacían hacia ningún lado en el que quepan los que salen huyendo del miedo.

      Todo se vuelven preguntas. La más recurrente: ¿sabremos?

      Desde luego, más vale tarde que nunca. El caso es poner los pensamientos en orden suficiente como para expresarlos con claridad. Lo demás, me temo, no depende demasiado de nosotros.

      Fortísimo abrazo. GRACIAS

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