Como usted y yo somos blancos y guapos, hemos nacido la segunda mitad del siglo XX en la parte de Europa que no está en guerra y pertenecemos a la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte, NATO por sus siglas en su lengua de origen), no hemos tenido que irnos a ninguna parte.
Nuestros hijos sí. Han tenido que buscar un empleo acorde con su formación (de grado muy superior) porque España se les quedaba chica y no ofrecía carreras profesionales dignas del esfuerzo que habíamos hecho para que se hicieran personas de bien o muy bien.
Nuestros padres también. Ellos se fueron a Alemania sacudiéndose las pulgas de una postguerra que llenó la patria de miseria.
Nosotros no. Ni usted, ni yo.
Ni usted ni yo conocemos el hambre. Al menos yo no, aunque mi padre (antes de nacer yo) sí que anduvo haciendo las colonias: Sidi Ifni, Villa Cisneros… Esas colonias. Esos protectorados que después el Gobierno de Franco abandonó a su suerte en manos de Hasán II provocando un conflicto al que nadie supo encontrar solución durante décadas y que ahora se agrava tras dar la espalda nuestra coalición progresista al pueblo saharaui, dejándolo en manos de Mohamed VI. Mi hermano mayor, africano de nacimiento aunque español de nacionalidad, da fe de ello. Y mi madre que, a sus 94, se acuerda de África.
Tampoco ellos conocieron el hambre. Colonos, y no migrantes, era su condición. Y alguna diferencia hay: blancos hacia negros no es lo mismo que negros hacia blancos. Ni se parece.
Ni usted ni yo conocemos el hambre. Pero hemos oído hablar de ella. Lejanamente, eso sí, como la consecuencia de una suerte de reparto que Dios hizo de los bienes mundo, en el que nos bendijo con la porción más grande de una tarta que no alcanzaba para toda la humanidad. Por lo que se ve, la tarta le salió pequeña a Dios, circunstancia esta difícil de comprender considerando la omnipotencia del Creador que, puesto a hornear, ya podría haberse afanado en un pastel de adecuadas proporciones.

Los 23 (¿37?) muertos de la valla de Nador venían del hambre. De un hambre que ni usted ni yo nos podemos imaginar. Venían de un hambre irresoluble, crónica, brutal, de un hambre insoportable que compartían con sus madres, con sus abuelos, con sus hijos. Venían de ver morir de hambre ¡morir de hambre! Los cientos de miles de hombres muertos, de mujeres muertas, de niñas y niños muertos, que yacen sepultados en el fondo del Mediterráneo, todos ellos, todas ellas, venían de ese hambre que hincha los vientres de las criaturas y llenan de moscas sus cuerpos desnutridos. Venían del sur del desierto del Sáhara. De ese hambre sin trigo y sin agua.
Los diseños geoestratégicos más desarrollados del mundo están al servicio de nuestra protección. Las grandes alianzas planetarias también. Y lo jodido es que mucho más allá de defender aquello que hemos dado en llamar nuestras libertades democráticas o el modelo de vida occidental, defienden nuestra comida.
No hay para todos. Y, si lo hubiera, un conflicto en el Este de Europa podría dejar sin grano a varios millones de personas hambrientas. ¡Cuidado con el Sahel! ¡Cuidado con el Norte de África! ¡Cuidado con Oriente Medio! Las personas hambrientas no saben respetar la voluntad de Dios y se ponen, por nada, de muy mala leche.
Asisto alborozado al triunfo de Occidente tras la cumbre de la OTAN en Madrid, mientras preparo mi desayuno a base de cereales liofilizados y tostadas con aceite virgen extra de primera prensada en frío que me manda un amigo de Puente Genil. Esta mañana tampoco tengo hambre. Hace hambre en el mundo, pero no es aquí.
La actuación en la valla de Nador (la frontera más desigual del mundo) de la Gendarmería marroquí debió ser, efectivamente, impecable (tal y como destacó el presidente del Gobierno español en unas declaraciones que nos hicieron enrojecer). Debió ser impecable, decía, porque en la cocina de mi casa empezaremos enseguida con la paella de marisco que disfrutaremos este domingo en familia.
Proteger nuestra comida es respetar la voluntad de Dios. Como santificar las fiestas o guardar vigilia los viernes de Cuaresma. Así que bienvenidos los acuerdos fronterizos entre los reinos de España y Marruecos.
Somos tan torpes, tan necios, tan avaros, tan comilones, que no hemos sabido pensar más allá.
Los 23 (¿37?) muertos de Nador dan fe de ello.
El dibujo es de mi hermana Maripepa, que ya no nació en África.
Así es. Tristemente. Quién esquilmó África. Quién la pateó y esclavizó. Quién se enriqueció y la sembró de hambruna y conflictos…
Cuando la ausencia de escrúpulos pasa factura no hay muro que pueda aislar las barbaridades cometidas. Europa es la heredera de siglos vergonzantes en un continente de negritud apaleada. La historia se revuelve y los desheredados se amotinan. Las veintitrés o treinta y siete o cuarenta y dos vidas cercenadas se suman a siglos de cadáveres que deberían servir para poner en marcha la conciencia de cualquiera que todavía guarde en su interior un mínimo de humanidad.
Y la justificación de Sánchez, repugnante.
Un artículo tremendo, Justo. Tremendo y necesario.
Un abrazo.
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Ahora parece que les toca a China y a Rusia hacer de gendarmes del continente. Bélgica, Francia y España ya lo dejamos como lo dejamos.
Extraña civilización esta que construye la opulencia sobre la miseria de los demás.
Extraña opulencia.
¿De verdad estaremos obligados a preservar nuestro ‘mundo’ de los demás mundos? ¿No habrá solo un mundo?
Mesas más largas y muros más bajos, ha dicho José Andrés. Lo firmo debajo.
¡Gracias, amigo!
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