La tienda de la verdad

Me contaron un cuento. Casi seguro que con buenas intenciones.

Palidezco desde entonces ante quienes enarbolan la bandera de la verdad absoluta, seguros de poseerla y abrazarla, predican la nueva política y denostan la política (esa que no es ni nueva ni vieja) en la seguridad de que ellos sí y no todos los demás, son capaces de conducir a buen puerto el destino los pueblos. Contra todos. Contra la industria, contra las creencias, contra el IBEX 35, contra los partidos tradicionales, contra todas las reglas, contra toda institución.

Palidezco ante quienes hacen de su verdad la verdad absoluta y la van transformando a medida que los acontecimientos les dan o les quitan razones. La verdad absoluta debe ser algo parecido a una fotografía de Dios pero quienes se saben ahora en posesión de ella ya no son clérigos y fanáticos: Ahora son políticos, nuevos, estos sí, los que nos dogmatizan.

Me contaron que un hombre paseaba por una ciudad lejanísima del ya de por si lejano Oriente y tropezó con una calle muy poblada de colores, gentes y comercios de todos los órdenes y cuestiones. Que allí había tiendas en las que con todo se comerciaba, todo se compraba y se vendía o se alquilaba; lo más extraño, lo más precioso, lo más cotidiano, lo más valioso, lo más raro, lo más común.

Entre tantas tiendas de cosas magníficas, mientras paseaba mirando a un lado y a otro, me contaron que aquel hombre descubrió una tienda austera, poco amueblada, atendida por un solo dependiente, cuyo escaparate exhibía un rótulo inquietante: «Tienda de la verdad», rezaba.

El hombre, después de mirar un rato los escaparates vacíos, decidió adentrarse y preguntar a la única persona que había tras el mostrador. Buenos días. Buenos días. Yo quería saber qué es esto de la verdad, cómo se vende, de qué se trata… Es sencillo, respondió el hombrecillo menudo que despachaba: vendemos verdad. Ah, se sorprendió el hombre. Pues… yo quiero comprarla. Magnífico, repuso aquél: ¿Qué tipo de verdad deseas? Tenemos un gran surtido de verdades a medias, las verdades del barquero, verdades de Perogrullo, verdades teologales budistas, cristianas y de otras religiones, algunas verdades inconfesables, verdades históricas, verdades indubitables, verdades científicas y pseudocientíficas, que se están llevando mucho, verdades de antología, tenemos la verdad de la buena, una versión muy actualizada de las cuatro verdades… No, no, cortó el cliente, yo quiero la Verdad, toda la Verdad. Mmmm… Dudó el comerciante. Mira, una verdad de la buena sería más que suficiente para empezar y eso que tú me pides saldría realmente caro. También, si lo prefieres, tenemos verdades amargas, que dan mucho juego. No importa, tengo dinero de sobra y uno está harto ya de verdades pequeñas, ya me comprendes. Sí, claro que te entiendo, pero hay verdades que parecen mentira y verdades como puños, que salen muy bien de precio y resultan francamente atractivas en reuniones de sociedad. Sin duda, mas permíteme que insista: lo que busco yo es toda la Verdad y tengo dinero suficiente para permitírmela. Está bien, dijo el dependiente, he comprendido. Este, sin embargo, es un producto que yo no estoy autorizado a vender ¿no te iría bien una verdad como un templo que tenemos recién llegada de Occidente? También un par de verdades bien dichas podrían hacerte un papelón y estamos trabajando en la verdad 2.0, que está a punto de salir al mercado. ¡No, ya te lo he dicho! Repuso malhumorado el hombre. Pues yo soy un simple tendero, se excusó el que en efecto era un simple tendero, para eso tienes que hablar con la dueña. Solo ella puede despacharte lo que me pides, pero es persona ocupada y no volverá a la ciudad hasta por lo menos el viernes, Tendrás tiempo hasta tanto de reflexionar y decidir si no te sería más rentable adquirir alguna de las que te estoy ofreciendo. El hombre salió del comercio contrariado, dispuesto a llegar hasta el final por caro que fuese y por más tiempo que tuviera que esperar para conseguirlo.

Toda la Verdad, pensaba. Qué gran cosa sería poseer toda la Verdad ¿habrá dinero que pueda pagarla?

Esperó hasta el viernes. Volvió a adentrarse por la calle bulliciosa dónde todo parecía tener precio o renta, compró algunos regalos para sus hijas y para los compañeros de trabajo y, a hora que consideró prudente, se llegó hasta la Tienda de la verdad. Allí le esperaba una mujer madura, amable y sosegada, que le invitó a sentarse con ella en la trastienda delante de una taza de té rojo muy caliente. Me dijo mi empleado que estabas interesado en la Verdad. Así es, quiero toda la Verdad, la Verdad entera. Eso tiene un precio difícil de pagar, le dijo la señora que hablaba en voz casi baja y siempre dulce. No importa; como ya le dije al dependiente, tengo dinero de sobra para permitírmela. El precio no es dinero, repuso ella; la verdad casi nunca se paga en monedas. Yo regento un negocio complicado y no todo lo que vendo se puede cuantificar. Dime, pues, ¿qué tengo que ofrecerte a cambio de que me des lo que quiero tener? Bebieron un trago largo de té en la trastienda vacía, porque la mujer madura, amable y sosegada no quería precipitar la conversación. Insisto, rompió al final el hombre que empezaba a ponerse nervioso: tú vendes la Verdad y yo quiero comprarla. Tú pagarás un precio muy alto por conocer y poseer esa Verdad que me pides, afirmó ella: Cuando seas conocedor y dueño de la Verdad, cuando la tengas, ya nunca más volverás a dormir plácidamente. No volverás a conciliar un sueño tranquilo.

¿Nunca?

Nunca.

Me contaron que aquel hombre se levantó despacio de la silla sin acabar el té que ya se había enfriado y sin dirigir la mirada a lado alguno. Que caminó hacia la puerta dejando en la trastienda las chucherías que había comprado para sus allegados y que se alejó del local, de la calle y de la ciudad, a la que no volvería, musitando taciturno: nunca, es mucho tiempo.


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